Soy una inculta. Aunque hasta hace hace poco no he sido consciente de la existencia del vocablo obsolescencia, debo apuntillar que últimamente aparece ante mí de una forma cada vez más insistente.
Según el Diccionario de la Lengua Española de la RAE, la obsolescencia puede definirse como cualidad de obsolescente. Si buscamos obsolescente aparece que está volviéndose obsoleto, que está cayendo en desuso.
Pero cuando le sumamos programada adquiere un significado totalmente consumista. Según la Wikipedia es la planificación o programación del fin de la vida útil de un producto o servicio de modo que este se torne obsoleto, no funcional, inútil o inservible tras un período de tiempo calculado de antemano, por el fabricante o empresa de servicios, durante la fase de diseño de dicho producto o servicio. Es el todo vale del consumismo más duro.
La economía mundial se basa en el consumo. Si no consumimos la economía mundial se vendrá abajo. Pero nuestro planeta tiene unos recursos finitos que se están acabando: este sistema no es sostenible. Tiene que cambiar. Ya sea por obligación, porque no quede otro remedio al faltar alguno de los recursos que lo sustentan (petróleo); o por un cambio en la mentalidad y el impulso de políticas encaminadas a la sostenibilidad.
Las grandes empresas saben que dependen de que consumamos más y más; por ello no les conviene que los productos duren largo tiempo. Es más productivo para ellas programarles una vida corta y así podamos sustituir ese producto por otro.
La prueba más palpable de la obsolescencia programada es la existencia de una bombilla de 1901 ¡que funciona! en una estación de bomberos en Livermore, California. Lleva más de 100 años encendida. Desde que se puede ver online se han tenido que cambiar dos cámaras porque se han estropeado. También existen otras bombillas de 1908, 1926 y 1930.
Cuando se inventó la bombilla, los grandes fabricantes se dieron cuenta de que, una vez que todos las tuviéramos, ya nadie necesitaría más. Por eso hicieron unos filamentos luminiscentes que, al cabo de cierto tiempo, se rompieran. La bombilla de Livermore es previa a la toma de esta decisión.
La obsolescencia programada queda patente en la vida media de los grandes electrodomésticos (unos 10 años), y en mayor medida en los productos electrónicos (móviles, impresoras, ordenadores...) y en la moda.
Hay un video que se titula Obsolescencia Programada (usar, tirar, comprar, que emitió La 2 de rtve en enero, que no tiene desperdicio.
Plantea la lucha del negocio contra la tecnología, y la ética contra el capitalismo.
Un ejemplo: una pieza de la impresora ha dejado de funcionar. Es imposible imprimir. Es ya una vieja cantinela. "Será difícil encontrar las piezas para repararla". "Repararla no le saldrá a cuenta". "Sin dudarlo, yo compraría otra". Las respuestas que el usuario obtiene en tres servicios técnicos distintos desembocan en una misma propuesta: cómprese una impresora nueva. No son una coincidencia: , el mecanismo secreto que mueve a nuestra sociedad de consumo", se explica en el documental."Si el usuario cede, será una víctima más de la obsolescencia programada".
El episodio, cercano y cotidiano, permite a la directora alemana Cosima Dannoritzer repasar cómo la obsolescencia calculada incide en la sociedad occidental desde los años veinte del siglo pasado, cuando los fabricantes comenzaron a pensar en incrementar las ventas de sus productos a costa de la confianza de sus clientes. Un aparato que se estropease en poco tiempo llevaría al usuario, irremediablemente, a comprar uno nuevo.
Cuando Edison empezó a comercializar bombillas se pretendía que durasen el mayor tiempo posible. En 1881 puso a la venta una que duraba 1.500 horas. En 1924 se inventó otra de 2.500 horas. Con la sociedad de consumo en ciernes, aquello no era una buena noticia para todo el mundo. Diversos empresarios empezaron a plantearse una pregunta inquietante: "¿Qué hará la industria cuando todo el mundo tenga un producto y este no se renueve?". Una influyente revista advertía en 1928 de que "un artículo que no se estropea es una tragedia para los negocios".
Un poderoso lobby, el cártel Phoebus, presionó para limitar la duración de las bombillas. En los años cuarenta consiguió fijar un límite de 1.000 horas. De nada sirvió que en 1953 una sentencia revocara esta práctica, porque se mantuvo. No salió al mercado ninguna de las patentes que duraban más (una, 100.000 horas). Warner Philips, bisnieto del creador de la compañía Philips, cree que en aquella época no se pensaba en la sostenibilidad. "Entonces consideraban que el planeta tiene unos recursos ilimitados y todo lo miraban desde la óptica de la abundancia", comenta. Él está convencido de que la sostenibilidad y el negocio deberían haber ido de la mano.
Otro ejemplo destacado en el reportaje es el de la cadena de montaje de John Ford. El coche modelo T fue un éxito para la industria automovilística americana, pero tenía un problema que, por aquellas fechas (años veinte), era todavía incongruente: estaba concebido para durar. Ese fue su fracaso. Desde la competencia, General Motors, consciente de que no derrotaría a su rival en ingeniería, apostó por el diseño. Dio retoques cosméticos a sus coches, lo que le permitió que los clientes cambiaran de utilitario muy a menudo. ¿A quién le importaba que el motor funcionara diez años, si en poco tiempo cambiaría el coche por otro de distinto color o con algún arreglo superficial? En 1927, tras vender 15 millones de unidades, Ford retiró el modelo T.
Tras el crash del 29, Bernard London introdujo el concepto de obsolescencia programada y propuso poner fecha de caducidad a los productos. "Esto animaría el consumo y la necesidad de producir mercancías", declara la hija del socio de London. "Encuentro que era una idea genial: las fábricas continuarían produciendo, la gente seguiría comprando y todo el mundo tendría trabajo".
En los años cincuenta la sociedad de consumo se había instalado en todo Occidente. El diseñador industrial Brooks Stevens sentó las bases de esa obsolescencia programada: "Es el deseo del consumidor de poseer una cosa un poco más nueva, un poco mejor y un poco antes de que sea necesario". Ya no se trata de obligar al consumidor a cambiar de tecnologías, sino de seducirlo para que lo haga.
Las fibras de nailon que crearon medias irrompibles no duraron mucho tiempo en los mercados. No convenía. Tampoco una presunta fibra que repelía la suciedad. Ni los motores de las neveras que duraran años y años.
Pero en nuestros días, la era de la informática ha creado al consumidor rebelde. La abogada Elisabeth Pritzker demandó a Apple tras descubrir que las baterías de litio de los reproductores de música iPod estaban diseñadas para tener una duración corta. Algo similar le ocurre al usuario al que su servicio técnico aconseja, en el documental, que cambie de impresora. Después de muchas investigaciones y rastreos, descubre que la propia máquina, mediante un chip instalado en sus tripas, es la que provoca que el ordenador envíe un mensaje para que el cliente acuda al servicio técnico. El usuario se puso en contacto con un programador informático ruso, que ha dado con la trampa y ha desarrollado un software para evitar ese abuso. Pero la inmensa mayoría de los usuarios cede ante la demanda de la máquina, y se compra otra impresora.
Esa nueva impresora, como esa nueva lavadora, tostadora, plancha u ordenador se convierten en chatarra. Y se recicla. Sin embargo, el documental también destapa malas prácticas en este terreno. "Antes teníamos un río precioso aquí", dice el activista medioambiental ghanés Mike Anane.Habla desde un vertedero en el que destacan las montañas de basura informática.
Ahora, los niños queman el plástico que recubre los cables para recuperar el metal que está en su interior. "A veces nos ponemos enfermos y tosemos", declaran esos niños en el documental. El material entra en estos países como producto de segunda mano, pero sólo el 20% se aprovecha, denuncia la película.
Personalmente creo que debemos diferenciar la obsolescencia programada del usar y tirar. Mientras que en la primera el consumidor es una víctima de los intereses de las empresas (Ipod, impresora y bombillas, en el caso del documental), en el usar y tirar entraría en juego la voluntad del consumidor. Aquí habría que potenciar el consumo responsable. La tecnología se ha convertido en un pase de modelos, en el que hay que tener lo último, aunque lo penúltimo siga funcionando y lo haga bien. Por otro lado, el abaratamiento de los productos tecnológicos impide que la reparación a terceros sea económicamente rentable.
Un buen contrapunto a esta filosofía es el Manifiesto de Autorreparación. La idea básica es que reparar es más ecológico que reciclar.
Y aquí es donde radica el quiz de la cuestión: el reciclaje, lo que hacemos con los productos una vez que han terminado su ciclo de vida. También está el problema de los recursos: no son infinitos. Por eso habría que tender a que cada vez se utilizaran materiales 100% reciclables, potenciando una economía sostenible y evitar el consumismo brutal en el que estamos inmersos.
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